Un par de semanas luego de asumir la Presidencia de la República por segunda vez, Michelle Bachelet anunció la creación de un ‘cuarto adjunto’ a propósito de las negociaciones el Acuerdo Trans-Pacífico (TPP). El objetivo de este espacio, de acuerdo a lo señalado por la Dirección de Relaciones Económicas Internacionales de la Cancillería, DIRECON, era ayudar a definir las posiciones de Chile en esta negociación, la que lleva más de cinco años de desarrollo de manera reservada, con muy pocas luces de su alcance para el público y para buena parte de los representantes en el Congreso.
El programa de gobierno de la Presidenta, hoja de ruta para buena parte de las reformas estructurales que son hoy parte de la discusión política local, hacía expresa mención al tratado TPP, señalando:
Tenemos preocupación ante la urgencia por negociar el acuerdo Trans Pacific Partnership (TPP). Para velar por el interés de Chile se debe hacer una revisión exhaustiva de sus alcances e implicaciones. Para nuestro país es prioritario impedir aspectos cuestionables que pudieran surgir en este acuerdo, pues, mal manejado, se transformaría en una renegociación indirecta de nuestro TLC con EEUU, debilitando acuerdos ya establecidos en materia de propiedad intelectual, farmacéuticos, compras públicas, servicios e inversiones, o llevaría a la instalación de nuevas normas en el sector financiero.
Preocupación por la urgencia, el interés de Chile, una revisión exhaustiva, que no sea una renegociación indirecta del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y debilitar acuerdos ya establecidos, daban la nota respecto de las preocupaciones de la coalición hoy en el gobierno respecto de un tratado que, a la fecha, aún sigue siendo desconocido para buena parte de la población y la clase política y sus alcances aún por visualizar. A más de un año del establecimiento del ‘cuarto adjunto’, cabe revisar si este ha servido para ayudar a definir las posiciones del país ante un tratado que hoy se juega momentos claves tanto en Estados Unidos como en los países de la región que han sido parte de la negociación.
El denominado ‘cuarto adjunto’ no es un cuarto, sino varios. Cada uno de ellos sectoriales (propiedad intelectual, medio ambiente, empresas del estado, medio ambiente, acceso a mercados y asuntos laborales), y con distintos actores y representantes y a quienes se le entrega información particular de cada uno de los sectores y se les hace ver la posición de Chile en cada uno de estas materias. En ninguna de estas mesas hay una metodología clara que lleve a posiciones informadas ni tampoco hay participación activa de la sociedad civil, a menos que entendamos que ella incluye también a los gremios empresariales. ¿Ha servido el cuarto adjunto para desacelerar la negociación? ¿Ha servido el cuarto adjunto para hacer una revisión exhaustiva de los beneficios del tratado en Chile? En lo sustantivo, ¿ha cambiado en algo el escenario de fondo en estos meses? La respuesta a todas estas preguntas es un rotundo no.
El problema con el TPP es tanto técnico como político. En lo técnico, ha sido posible analizar los alcances a través de un par de textos filtrados por Wikileaks y muchas organizaciones sociales han levantado alertas en todas partes del mundo, incluyendo Latinoamérica, respecto del impacto que tendrán estos textos en aspectos tan sensibles para el desarrollo económico de nuestros países como son medio ambiente, comercio electrónico, rol de las empresas del estado, derechos de la salud, acceso a medicinas o propiedad intelectual. Internet, por su parte, una vez más parece ser un espacio en disputa, donde el ímpetu regulatorio exterior estadounidense es más fuerte que las escaramuzas negociadoras de países con poder económico limitado en la arena internacional. Nuestros derechos son la moneda de cambio de este nuevo modelo de comercio internacional.
Pero el problema, al menos hoy, es fundamentalmente político. Ni Estados Unidos parece allanarse a un modelo diferente al de una negociación cuyo éxito parece estar gobernado por eventuales acuerdos arancelarios bilaterales entre potencias económicas (EEUU y Japón), antes que los intereses comerciales de países en desarrollo y esferas de influencia diferentes (Chile, México, Perú). Por su parte, Chile sigue apareciendo como un actor aislado en la negociación en buena medida porque es el único país de la mesa que ya tiene acuerdos con cada uno de ellos. Cualquier negociación adicional, para Chile significa re-negociar los tratados actualmente vigentes. Esto sin contar el controvertido mecanismo de certificación, que supone que la implementación del tratado va a estar supervisada desde Estados Unidos, dejando poco espacio para la decisión de los representantes electos por la ciudadanía en los congresos nacionales.
¿Es este el costo que queremos pagar por ser parte de una negociación donde hay poco espacio para negociar? ¿Está Chile dispuesto a renunciar a la soberanía regulatoria por acceso a mercados? ¿Está Chile en condiciones de convencer al Senado y la Cámara de Diputados de la conveniencia de un Tratado negociado en secreto y a espaldas del propio Congreso Nacional? Estas son preguntas claves que el Gobierno de Chile debiera responder, sobre todo dada la delicada situación actual de desconfianza en las instituciones políticas.
Porque este acuerdo no es una negociación comercial, es el reconocimiento de un modelo de construcción de políticas públicas desde una élite, con la venia de los gremios empresariales extranjeros, construido, discutido y prontamente firmado en completo secreto y oscuridad.