Cuando uno comienza a adentrarse en los temas del derecho de autor y en las discusiones que en él existen, principalmente entre los talibanes de lado y lado, uno es capaz de darse cuenta de varias cuestiones. Pero desde mi perspectiva, una de las cosas que más me llamaron la atención cuando comencé a estudiar y trabajar en estos temas es la estupidez del copyright.
De hecho, hasta hoy me cuesta entender algunas posiciones que sostienen tanto los paladines del derecho de autor como las sociedades de gestión e insluso algunos políticos. Soy un convencido de los perniciosos efectos que tiene la regulación del derecho de autor en relación a las nuevas tecnologías cuando no se toma en cuenta el equilibrio que debe existir entre la protección a los creadores y el libre acceso al conocimiento y la cultura como un valor fundamental, y por eso mismo me cuesta muchísimo entender por qué quienes dicen proteger a los autores siguen sosteniendo, por ejemplo, que aumentar los plazos de protección es algo positivo, o que el establecimiento de un canon es absolutamente necesario para compensar las copias privadas que puedan eventualmente realizarse.
Bueno, al parecer no son sólo cuestionamientos particulares mios, sino que también se los ha planteado el profesor de la Universidad de Duke James Boyle y codirector del Center for the of the Public Domain, a quien tuve el honor de conocer en Buenos Aires hace algunas semanas en el seminario organizado por la Fundación OSDE. Boyle escribe una columna en el Financial Times donde escribe sobre este fenómeno, y ha denominado a sus columnas “Deconstructing Stupidity”.
La estupidez a la que apunta Boyle es por qué los gobiernos construyen políticas y leyes de propiedad intelectual sin evidencia de que éstas producirán los beneficios económicos o sociales que esperan.
Explica Boyle:
La industria del cine y la industria musical son pequeñas comparadas con la de la electrónica para consumidores. A pesar de lo anterior, el derecho de autor baila al ritmo de lo pasado, no del futuro. El Open source es un gran negocio. Pero las burocracias internacionales de la propiedad intelecutal siguen viéndolo como comunistas infieles.
Si el dinero hablara, ¿por qué entonces quienes toman decisiones sólo escuchan un lado de la conversación? La presión de las empresas puede ser sólo una parte de la explicación. Algo más se necesita. Neceistamos decontruir la cultura de la estupidez de la propiedad intelectual, para entenderla y de esta forma poder cambiarla. Pero esta es una estupidez rica y compleja, como un fino vino Margaux. Yo sólo puedo reconocer algunos pocos sabores.
Y me parece que ese debe ser uno de nuestros desafíos, lograr comprender los motivos que hacen que esto no cambie de rumbo.