La revolución digital prometida por Sebastián Piñera ha quedado reducida a un puñado de proyectos de escaso aliento y dudosa efectividad. Mientras que la participación de Chile en los foros mundiales ha sido irrelevante, ninguno de los nueve candidatos a la presidencia considera la importancia de las tecnologías digitales en el camino al desarrollo.
El año 2010, y luego de un proceso de deliberación relativamente rápido en el Congreso, Chile se convirtió en uno de los primeros países del mundo en tener una ley de neutralidad de la red. A través de ella, y por vía legal, se prohibe a las empresas de telecomunicaciones discriminar contenidos, aplicaciones y servicios a través de sus redes.
El mismo año, y con solo meses de diferencia, fue aprobada en el Congreso la reforma más importante que se le haya hecho a la ley de propiedad intelectual desde el año 1970. En ella, se incluye una serie de excepciones y limitaciones que favorecen el acceso al conocimiento y la cultura, junto con un sistema de limitación de responsabilidad de prestadores de servicio de Internet de avanzada, que cumple con estándares de protección de la libertad de expresión.
Estos hitos normativos sitúan de alguna manera a Chile en la avanzada regulatoria cuando se trata de políticas públicas y nuevas tecnologías. Lamentablemente, ninguno de estos proyectos fue parte de una estrategia común o de un plan de desarrollo digital que ayudara a posicionar a Chile como un referente a nivel regional y global. Estos proyectos son un par de buenos ejemplos que ilustran la falta de una política digital consistente y robusta de largo plazo desde la óptica de los derechos fundamentales.
Hace un par de años, en una cena con la industria de tecnología, el presidente Piñera anunció la llegada de una ‘revolución digital’, que se ha quedado en un par de proyectos de escaso aliento y en un puñado de políticas denominadas ‘open’ —siempre en estado beta, por cierto- de dudosa efectividad práctica.
La falta de una estrategia digital en serio, de largo plazo y con énfasis en los derechos, además se ve demostrada en la práctica inexistencia ni de proyectos de ley que refrenden esta promesa de ‘revolución’ tecnológica.
A nivel internacional, la situación lamentablemente no cambia de manera sustantiva. En el Internet Governance Forum, foro convocado por Naciones Unidas y que probablemente sea el espacio de diálogo más importante del mundo en materia de regulación de Internet, jamás ha asistido un representante del gobierno de Chile. Conocida es, además, la gris participación de Chile en los últimos foros de la Unión Internacional de Telecomunicaciones1 (ITU) -donde ante la pregunta sobre la posición de Chile el subsecretario a cargo se limitó a decir que “la contaría en Dubai”.
En temas de gobernanza de Internet, donde foros como ICANN2 son fundamentales, la realidad no es tan disímil. De acuerdo a Cancillería, Chile sólo ha participado en dos reuniones del Governmental Advisory Committee de ICANN3 (de 47 a la fecha) y sólo para cerrar filas en defensa del dominio ‘patagonia’ ante la embestida de la empresa homónima norteamericana.
La revolución digital no va a llegar a través de la pantalla de iPad de un funcionario de turno. Las buenas políticas públicas tampoco aparecerán como los frutos del bosque, sino que debieran ser parte de una estrategia, de un plan de ruta, que ojalá convoque a toda la comunidad nacional.
Al día de hoy, no queda sino mirar con cierta melancolía el pasado y cierta pesadrumbre el futuro cercano donde, ad portas de una elección presidencial, ninguno de los nueve candidatos a La Moneda pareciera ver en las tecnologías digitales una puerta de entrada a un desarrollo más inclusivo y democrático.