Tu smartphone sabe cuántas horas duermes, en qué plataformas de redes sociales pierdes tu tiempo y qué sitios visitas. Hay refrigeradores que no solo saben qué contienen, sino que son capaces de hacer la lista de compra por ti. Si tomas clases o exámenes a distancia debido a la pandemia, puede que la plataforma que tu escuela o universidad ha decidido usar quiera saber cuántas veces mueves los ojos y si los tienes fijos en la pantalla durante toda la clase. La nueva pulsera de Amazon no solo registra tu ejercicio o tus horas de sueño, sino que también tiene opiniones sobre tu voz, tu cuerpo y tu estilo de vida.
Parece que hace ya largo rato que, como sociedad, decidimos dar por superada la falsa dicotomía entre privacidad: hemos decidido que, mientras más datos tengan los dispositivos, aplicaciones y plataformas sobre nosotros, más fácil nos será hacer las compras, sincronizar todas las cosas y tomar la menor cantidad de decisiones posible.
Esta característica —que se denomina “function creep” y describe el hecho de que un determinado sistema sea usado para una finalidad distinta a aquella para la cual fue diseñado originalmente— es típica de las tecnologías modernas, que al “poder” llevar a cabo ciertas funciones o recoger ciertos datos (como la ubicación de una persona, su velocidad de movimiento o incluso, en el caso del Halo, su temperatura) terminan buscando posteriormente qué nuevas funciones pueden ofrecerse con los datos recabados, y no a la inversa.
Lo más importante es que estos datos son recolectados por empresas como Amazon con el objetivo primario de “ajustar sus recomendaciones”, es decir, de venderte más cosas, puesto que su negocio se basa en la pretención de querer conocer al usuario incluso más de lo que el usuario se conoce a sí mismo.
¿No reviste gravedad acaso el hecho de que, como usuarios, no tengamos la agencia necesaria para ejercer resistencia al enfrentarnos con la implementación de tecnologías como el reconocimiento facial y el rastreo de la mirada en el sector educativo? ¿No es grave que hayamos normalizado el hecho de que una aplicación “de salud” o “de menstruación” posea información íntima sobre nuestros cuerpos y pueda venderla con fines publicitarios? La pandemia, como toda crisis, ha sido el caldo de cultivo ideal para facilitar que la sociedad acepte más rápidamente medidas de vigilancia que se le ofrecen como tablas de salvación, como las coronapps, propiciando que se instalen soluciones que hacen retroceder la línea limítrofe de la privacidad de un modo que luego será sumamente difícil restaurar.
Se hace no solo necesario, sino urgente, replantearnos el orden de prioridades que, como sociedad, hemos asignado a nuestra privacidad y a los datos que existen sobre nuestro cuerpo y nuestra actividad en línea. En la era de lo público, en la que más que nunca parecemos estar viviendo conectados a una cámara, no es cierto que la privacidad sea una cosa del pasado a la que debemos renunciar: muy por el contrario, es cada vez más indispensable que rescatemos lo privado, el espacio donde nuestra humanidad, y por ende nuestra democracia y nuestra cultura cívica, pueden florecer de manera más libre.