Por Pablo Oyarzun Robles,
Decano de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile.
1. Los diversos análisis vigentes sobre los procesos histórico-sociales del presente y las hipótesis prospectivas sobre la evolución de esos mismos procesos indican que en la época de la tardía modernidad se ha producido un tránsito de envergadura y consecuencias inmensas desde la sociedad industrial a la sociedad del conocimiento, que va de la mano de la así llamada globalización. Esta transformación trae consigo el hecho de que el conocimiento, su generación, acumulación, difusión y utilización han pasado a ser el factor más importante para el desarrollo y, por consiguiente, la principal inversión social. Desde este punto de vista, el impulso social y económico del país en las décadas venideras dependerá esencialmente de su capacidad para enfrentar los desafíos de la sociedad del conocimiento.
2. Cierto que uno tendría que detenerse brevemente sobre la pertinencia y alcance del concepto de “sociedad del conocimiento”. La fórmula nombra un momento post-industrial, fase del capitalismo tardío que se caracteriza por que el conocimiento se ha convertido en el capital fundamental. (En esa misma medida, podría atenuarse la oposición que implica la fórmula, y afirma que de lo que se trata, al menos en lo que nos concierne aquí, es del paso a la sociedad de la industria del conocimiento.) Ello trae consigo una determinada comprensión del conocimiento, y no hablo propiamente de una teoría, sino de una interpretación estructural, fundada precisamente en esta nueva significación económica del conocimiento. El conocimiento es puesto a trabajar, y en la misma medida en que asegura la maximización de su propio rendimiento, su propiedad importa cada vez más acentuadamente. Más adelante regresaré brevemente sobre este punto.
3. La significación central del conocimiento implica oportunidades notables para la institución educacional y para los procesos educativos, pero también acarrea desafíos de gran envergadura, los cuales exigen modificaciones estructurales y operativas que permitan su proyección eficaz en el nuevo contexto. Las tendencias contemporáneas de la globalización indican al menos tres características que es preciso tener en cuenta para los procesos de articulación de aquellos procesos:
- la educación tenderá a ser la principal inversión tanto desde el punto de vista individual como social;
- la educación tenderá a extenderse en un proceso continuo durante toda la vida útil de las personas;
- el sistema social del trabajo exigirá condiciones de competencia y de empleabilidad que privilegien la innovación, el manejo de lenguajes, de nociones y de matrices epistémicas y procedimentales diversas, la flexibilidad y la capacidad de adaptación a circunstancias cambiantes; el mismo sistema impondrá ritmos intensos de movilidad laboral.
Estas características no podrán ser tomadas en cuenta sólo en una fase determinada del proceso educativo —por ejemplo, en las etapas superiores—, sino que incidirán —y ya inciden— en su totalidad, desde las fases más tempranas a las más avanzadas.
4. Estas características, que ya están plenamente en curso, implican también grandes riesgos, que no sólo afectan a la institución educacional, sino al orden social en su conjunto. Mencionemos los tres siguientes:
(i)riesgo de inequidad agudizada por el acceso crecientemente desigual a los medios y fuentes educativas;
(ii)riesgo de mercantilización extrema de la educación;
(iii)riesgo de desintegración de la comunidad, por la presión que sobre la articulación social ejerce una dinámica dominada exclusivamente por las imposiciones del mercado.
Tómese el ejemplo de los TLC: la incorporación del país al mundo globalizado bajo la figura de éstos no puede sino entrañar graves riesgos precisamente por la fragilidad extrema de nuestro aparato educativo, cuyas tradiciones y consistencias históricas han sido sistemáticamente arrasadas, sin que los escasos esfuerzos y planes vigentes que buscan revertir tal situación hayan podido hacerlo significativamente. La definición que contienen esos tratados, definición de la educación como un “servicio” sujeto a las mismas condiciones y premisas de los demás “servicios”, y la subordina en consecuencia a la lógica del consumo. Y éste no es un caso aislado. Se trata de la fragilidad de la sociedad civil en su conjunto. Y esta fragilidad le asigna a la educación una relevancia política de primer orden, que va de la mano de su capacidad culturizadora.
5. El desafío fundamental que enfrenta la sociedad chilena a comienzos del siglo XXI ha sido definido como la conciliación de crecimiento con equidad; más agudamente, podría hablarse de la articulación de desarrollo y democratización. El papel que le cabe a la educación en esta tarea nacional es de primer orden, y así lo escuchamos repetidamente de boca de las autoridades. El discurso, sin embargo, pone mucho más énfasis en los factores del desarrollo que en los de la democratización. La noción de “desarrollo” es sucedánea de la de “progreso”; aquella se refiere a lo que del progreso es administrable, sujeto a control, expresable en indicadores, omitiendo el componente utópico de esta última noción, es decir, la idea de en todo avance fáctico (principalmente tecnológico, entendido como extensión de nuestra capacidad de dominio del mundo) va implicado el horizonte de emancipación y felicidad del ser humano. Y ciertamente no estoy abogando por una reposición del relato del progreso, pero sí por la preservación de aquel componente utópico.
6. Esto último es lo que va involucrado en la cuestión de la cultura. Podemos referirnos a este respecto a la diferencia entre modernidad y modernización, a la tensión estructural entre ambas. La modernidad puede ser concebida como aquel marco de valores legitimantes a los cuales se suele apelar para justificar o fundamentar el proceso de modernización, pero también desde los cuales se puede mantener un control crítico de ese mismo proceso, en la medida que la modernización no refleje los principios articuladores que se reconocen en los discursos decisivos de la modernidad, sobre todo a partir de la Ilustración: la universalidad, la socialidad, la libertad, etcétera. Si el concepto de modernización tiene que ver con la racionalidad instrumental y la dominación fáctica, y con su criterio inmanente, esa especie de seudo-legitimación performativa, que es el principio de la eficacia, la modernidad sería una dimensión cultural, valórica. No cabe duda que un proyecto de desarrollo como el que caracteriza a nuestro país bajo el régimen democrático no tendrá estabilidad si no se procesan sus premisas culturales, que son manifiestamente frágiles y están sometidas a presiones diversas que tienden a desarticular al sujeto social de dicho proyecto. Este procesamiento debe ser explícito, plural, fundado y crítico.
7. Eso mismo obliga a reparar con extrema atención en las condiciones que, desprendidas del nuevo orden económico planetario, afectan a la cultura, a la producción de cultura y conocimiento. Tomemos como ejemplo lo que podríamos llamar la paradoja de las fronteras. La globalización y la reticulación del planeta es celebrada por algunos optimistas como el derribamiento de las barreras, como un proceso de integración en todos los órdenes, y con ello como el paso a un nuevo orden internacional o, si se prefiere, transnacional, sin que debamos descuidar el último y definitivo apellido: un nuevo orden imperial. Pero por otra parte crece la restricción del acceso al conocimiento, convertido en el capital determinante de ese mismo orden, junto con lo que casi podría llamarse el secuestro legalizado de la creación cultural, que multiplica capilarmente las fronteras, determinando una nueva forma de separación entre lo privado y lo público, que restringe aceleradamente el dominio de este último.
8. La cultura no es un insumo decorativo, ni un atributo de élite, ni meramente un bagaje individual; la cultura es la configuración de nuestra estancia en el mundo en comunidad, es la propuesta múltiple y plural de construcción de ese mundo, y es el espacio en que formulamos las preguntas que comprometen los horizontes extremos de esa estancia. Hay en Chile una visión demasiado restringida de la cultura, como también del conocimiento. La “sociedad del conocimiento” piensa al conocimiento como inversión, le asigna, como dije antes, un valor económico fundamental, pero de ese mismo modo invierte también la significación primaria del conocimiento, identificándolo con la información, input de sujetos que tienen pre-asignado su puesto en el sistema del trabajo (incluido también el cambio de puesto). Yo quisiera recordar que aquella significación primaria indica que el conocimiento originariamente tiene eficacia transformadora sobre su sujeto. La vieja idea de que el conocimiento nace del ocio puede ser entendida desde un punto de vista sociológico, de acuerdo al cual esto supone una sociedad rígidamente estamental, donde el trabajo forzado de los más permite que los menos dediquen su tiempo y solaz a la búsqueda de la verdad. Pero hay en la idea del ocio una referencia esencial a la experiencia, a lo que llamaría el momento esencialmente no capitalista (es decir, no capitalizable) de la experiencia, como apertura al mundo y a los otros.
9. El conocimiento y la creación son originariamente públicos: no hay conocimiento ni obra que no se construya bajo influencia, en comunidad, en diálogo, debate o pugna con los otros. Puede discutirse que el concepto mismo de autoría sea el índice de una individualidad privilegiada, salvo que entendamos este privilegio precisamente como un modo peculiar de la receptividad, como una disposición a ser habitado por la alteridad. El conocimiento, el pensamiento y la invención son aperturas a una doble alteridad: a la alteridad de lo que se busca saber, comprender, dilucidar, explicar; pero también a la alteridad de aquellos a quienes de los cuales viene y a los cuales vuelve dirigido como duda, objeción, interrogante, enseñanza, provocación.
10. La educación tiene que responder por ese momento. Ello mismo hace indispensable que el país y su Estado se preocupen explícitamente de resguardar la calidad, la pertinencia y la capacidad integradora de su aparato de educación, prestando una atención preferencial a aquellas instituciones que por vocación y capacidad efectiva puedan asumir en plenitud estas exigencias fundamentales:
(i)el ejercicio reflexivo y crítico (la apertura original del pensamiento);
(ii)la experiencia del conocer (la apertura de los sujetos a las posibilidades de transformación que trae consigo la tentativa de saber);
(iii)la práctica multiforme y versátil del discurso (su apertura a la riqueza de los objetos y de los estilos de tratamiento);
(iv)el aprendizaje de la solidaridad en la tolerancia, la disposición al diálogo y las tareas acordadas y compartidas, y, por último
(v)la proyección de todas estas condiciones al horizonte de los intereses comunes (la apertura del conocimiento a la vida social).
11. Entiendo estas exigencias en el sentido de lo que antes llamé la relevancia política de la educación, relevancia que debe sostenerse más allá de toda reducción de la educación a “servicio” y a “insumo”, y que es su significación como proceso de constitución de sujetos sociales habilitados para incidir en las decisiones que construyen el mundo que habitan; también en esta línea entiendo la gravitación de lo cultural y del conocimiento. A este propósito, permítanme evocar un ejemplo que para mí resultó especialmente revelador. Ustedes habrán visto ese documental de Michael Moore que lleva por título Bowling for Columbine. En la poderosa inmediatez de su discurso, hacia la mitad del film se produce una especie de punto de fuga, en la entrevista que Moore hace a Marilyn Manson. Para sorpresa del espectador, la estrella pop ofrece la caracterización más lúcida de la lógica del capitalismo en la tardía modernidad, en la potenciación recíproca de miedo y consumo. Mi frecuentación de la filosofía me hizo evocar una larga tradición de pensamiento crítico, rubricada por los nombres de Epicuro, Lucrecio, Spinoza, Nietzsche, por ejemplo. Para ellos, de un modo u otro, el miedo se acusaba como dato radical de la existencia; el conocimiento, en cambio, cobraba el significado de un afecto de emancipación (y digo afecto, para distinguirlo de un mero importe informativo). Es en ese cariz que quisiera pensar la educación y su relevancia política. (Y para nadie es un misterio que hoy, en Chile, la educación se ha convertido en factor de miedo y ansiedad, reforzando el componente de frustración que marca a nuestra sociedad como quizá a pocas otras.)
12. La cultura y la educación son acaso las formas fundamentales de que disponen los seres humanos para reconocer, encarar y vencer sus miedos. Una demanda básica que como ciudadanos debiéramos dirigir al Estado es que no entregue a ambas a la lógica del consumo, y asegure social y jurídicamente un acceso que, si ciertamente ha de ser regulado, debe resguardar a la vez su carácter universal.
Noviembre 2005