En Chile, los derechos que amparan a la creación y explotación de obras artísticas se encuentran regulados en una ley de propiedad intelectual de los años 70, que ha sido objeto de varias modificaciones. Esta normativa contempla derechos exclusivos para la explotación económica de la obra (derechos patrimoniales) y para su resguardo artístico (derechos morales). Además, distingue a los sujetos que tienen estos derechos: los autores o creadores, como titulares originarios, y otros titulares derivados como las editoriales. También reconoce a los artistas intérpretes o ejecutantes, que dan vida a una obra creada por otro y que sobre su interpretación gozan de derechos “conexos” a los del autor.
Pero esas reglas han sido complementadas fuera del derecho de autor, pensando en otros contribuyentes al proceso artístico. Así, una ley del año 2008 fue dictada para reconocer derechos morales y patrimoniales a los intérpretes de las ejecuciones artísticas fijadas en formato audiovisual. Básicamente, para reconocer a los actores de cine y televisión un derecho a remuneración por la explotación de las obras en las que han participado, como en la repetición televisiva de telenovelas. Conviene precisar que no se trata de derechos de autor, sino derechos conexos a ellos. Además, se optó por establecer que se tratara de derechos irrenunciables e intransferibles, para evitar que los actores fueran perjudicados en una negociación contractual.
En 2015, un proyecto de ley intenta extender los efectos de la norma establecida en favor de los actores para los directores y guionistas. La idea es que también se trate de derechos irrenunciables e intransferibles a recibir una remuneración, cobrado a través de entidades de gestión colectiva. En opinión de algunos, provocaría dificultades para utilizar sistemas de licenciamiento abierto como Creative Commons y, junto con ello, su difusión a través de la red. Hay matices entre la ley y el proyecto que no pueden ser obviados.
En primer lugar, los derechos que corresponden a los creadores a los que se refiere el proyecto no son de la misma naturaleza que los corresponden a los actores. Como ya hemos señalado, estos últimos gozan de derechos afines a los de autor, pero que no son propiamente derechos de autor. Difícilmente es posible aplicarles las mismas normas a los creadores que a los intérpretes, pensando en la distinta naturaleza de su aporte. Es más, extender las reglas para actores a los autores resultaría redundante, pues sus derechos se encuentran ya reconocidos en la regulación existente hace décadas.
Luego, llama la atención que si bien se pretende extender la aplicación de un derecho muy especialmente creado para autores ya reconocidos por la legislación, ello no se hace en los mismos términos vigentes. Se incorpora un pequeño giro de grandes consecuencias: se hace obligatorio el pago de los derechos a través de la entidad de gestión colectiva correspondiente. En la ley original, ello es solo una facultad, no una imposición. Desde una perspectiva de derechos humanos, es posible considerar que esto último incluso vulnera lo establecido en la Constitución, a propósito del reconocimiento de la libertad de asociación. En la medida que el proyecto impone una única forma de efectuar el cobro sin importar que el beneficiario de esa medida no tenga interés alguno en formar parte de una entidad gestora, vulnera su libertad de asociarse o negociar sus propias condiciones. A cambio, se entrega por ley a las entidades de gestión una actividad potencialmente monopólica.
Todo lo anterior desconoce absolutamente el fenómeno creciente de una generación que no reconoce, ni tampoco gusta en demasía, de limitaciones normativas a su actividad creativa, considerando el amplio acceso a una plataforma tan abierta, creativa y autogestionada como resulta ser el ciberespacio. Aparentemente no solo se trataría de proteger a directores y guionistas, como se propone en el proyecto. Parece ser que también se busca imponer un cierto modelo de gestión de derechos, que deja poco y nada de espacio a otras formas de hacer las cosas en materia de derechos de autor y en el que se impone una postura retrógrada que vincula el uso legal de material necesariamente a condiciones de exclusividad, y sin excepción, al desembolso de un pago, de forma muy alejada de la práctica de millones de personas que comparten sus creaciones a diario. Lo anterior sin contar que este proyecto agrega una nueva capa de burocracia en la administración de los derechos de una obra, que cualquiera que busque utilizarla tendrá que sortear.
Modelos de licenciamiento abierto como Creative Commons han enfrentado este tipo de situaciones en distintas legislaciones, donde el cobro y la afiliación forzosa son ley. Es más, la propia licencia ha reconocido la existencia de modelos de cobro obligatorio en algunos países, tal como busca imponer este proyecto de ley, y aún así han seguido adelante estableciendo reglas especiales para el ejercicio de derechos. Sin embargo, proyectos como este insisten en pensar en esa única forma de creatividad, que aparece como un desincentivo para otras formas de licenciamiento.
La irrenunciabilidad de derechos tampoco ha de ser vista como una limitante para el licenciamiento abierto. La propia ley de propiedad intelectual contiene una norma -el artículo 86-, cuya equívoca redacción da a entender que los derechos patrimoniales no serían renunciables. Aplicada a la totalidad de los derechos, la irrenunciabilidad significaría la imposibilidad de usar licencias abiertas, lo que no es ni ha sido efectivo. Se renuncia todo o parte de los derechos de cobro hasta el punto en que la ley lo hace posible; obviamente, si el cobro no es obligatoriamente gestionado por un tercero (como una entidad de cobro), ello es bastante más sencillo: simplemente no se cobra, a pesar de poder hacerlo. Es más, la ley permite ir más allá de las licencias libres y dedicar las obras propias al dominio público, fuente sin par de conocimiento y cultura abierta para todos.
Es importante mencionar que también Colombia se encuentra tramitando un proyecto de ley que busca modificar la norma sobre derechos de autor, en el sentido de establecer un pago en favor de directores, guionistas y libretistas de obras cinematográficas por cada nueva comunicación pública o arriendo de ella. Coincide con la propuesta chilena en que se ha tomado como modelo base una ley que estableció beneficios en favor de los actores. También coincide en que se establece un derecho irrenunciable, cuyo pago se hará a través de entidades gestoras de derechos. Sobre el particular, se deben replicar los argumentos que hacen desaconsejable tales medidas y que ya hemos entregado aquí
En suma, el real problema no es si el proyecto busca o no establecer derechos irrenunciables, sino el rol que se pretende dar –a todo evento- a las entidades gestoras, encargadas de hacer el cobro, y el desincentivo al uso de mecanismos de licenciamiento abierto. No se ven razones para modificar el criterio de la ley original que favorece a los actores y que es también el de la ley de propiedad intelectual, dejando dicho mecanismo solo como una opción que ha de ser tomada por quien es directamente beneficiado por la norma.