En Latinoamérica no es extraño mirar al desarrollo en la Europa de la posguerra como un ejemplo digno de seguir en materia de reconocimiento de derechos humanos. Ello incluye al derecho fundamental a la privacidad, y de manera especial, a la protección de los datos personales. Por largo tiempo, gobiernos locales han aspirado a un reconocimiento del derecho a la autodeterminación informativa de forma análoga a la de los países del Viejo Continente. Pero las revelaciones de Snowden de vigilancia masiva y la amenaza terrorista están cambiando el escenario.
Coletazos del caso Snowden
La transferencia de datos personales desde la Unión Europea a organizaciones en Estados Unidos estaba autorizada dentro del marco regulatorio del “Safe Harbour” (puerto seguro), resolución de la Comisión Europea lograda tras un acuerdo con el Departamento de Comercio de EE. UU.
Esto cambió recientemente tras el reclamo del austríaco Max Schrems ante la autoridad de protección de datos personales de Irlanda (DPC), debido a la transferencia de datos mediante Facebook a EE. UU. La DPC se rehusó a investigar, por lo que Schrems acudió al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) para cuestionar esa negativa.
Y acá vino el gran golpe: el TJUE no solamente analizó si la DPC debía ceñirse a la decisión sobre “Safe Harbour”, sino que se pronunció sobre este último en sí mismo, declarando que no provee un nivel adecuado de protección de datos personales, por ser incapaz de prevenir el acceso masivo por parte de autoridades de inteligencia estadounidenses a datos personales transferidos desde Europa. Desde entonces, el “Safe Harbour” no es por sí solo suficiente para autorizar transferencias de datos.
El reclamo que llevó a la decisión trataba precisamente de encontrar respuestas sobre el uso de datos, fundado en las revelaciones de Snowden sobre la vigilancia masiva a mediados de 2013. La falta de protección a los datos por el régimen estadounidense, y en particular, por la vigilancia masiva de la NSA, incluía una falta de deber de compensación contraria a la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
Para mantener la tranquilidad y las relaciones comerciales, se anunció un nuevo acuerdo entre las autoridades de EE. UU. y Europa, con el rimbombante nombre de “Privacy Shield” (escudo de privacidad), del que se entregaron lineamientos generales y cuyos detalles se negocian. Sin embargo, ¿puede ese nuevo acuerdo proteger los datos de los ciudadanos de la UE frente a la maquinaria de vigilancia masiva de los EE. UU.?
La respuesta es que, mientras no existan reformas sustantivas a las reglas que autorizan la vigilancia dentro de los Estados Unidos, ningún país tiene asegurado el respeto a la privacidad de las comunicaciones de sus habitantes en internet.
Como destaca Schrems, el nuevo entendimiento se basa en compromisos débiles de EE. UU. de no incurrir en prácticas de vigilancia masiva, sin auténticas reformas normativas y sin limitantes al acceso a los datos de europeos. El mayor temor es que un nuevo acuerdo sea una jugada política para que, con una frágil promesa de cambio a la gran maquinaria de vigilancia masiva, todo el comercio basado en la transferencia de datos siga como si nada hubiera pasado. Business as usual.
La excusa del terrorismo
Varios países en Europa han tenido en este siglo ataques terroristas dentro de sus territorios que siguen teniendo fuertes repercusiones en las políticas sobre seguridad y vigilancia. A esto se suma que la profunda crisis de refugiados que huyen desde la violencia en el Medio Oriente, sirve para alimentar algunos temores sobre las amenazas extranjeras, especialmente del radicalismo que usa a la religión como excusa. La respuesta política a los ataques y a los grupos de refugiados en Europa ha puesto a la seguridad como objetivo y llevado a la adopción de legislación de emergencia, quitando peso a importantes salvaguardas sobre derechos fundamentales.
Así ocurre, por ejemplo, con el Reino Unido. Firme aliado de EE. UU. en materias internacionales (y comerciales), el gobierno actual introdujo un proyecto de reforma a sus reglas sobre investigación criminal y recolección de inteligencia, después de varios años de intentos de reforma y polémica por los excesos de su aparataje de seguridad nacional. El proyecto de ley sobre poderes de investigación (Investigatory Powers Bill, o IPBill), cuyo borrador fue publicado en noviembre de 2015, intenta así entregar amplias facultades a los órganos de investigación y persecución. Así, considera, entre otros, obligar a la retención de metadatos, realizar recolecciones masivas de información de comunicaciones, intervenir equipos a distancia, y posiblemente exigir el descifrado de comunicaciones seguras. A pesar de los comentarios críticos formulados por empresas e instituciones, y los cuestionamientos sustantivos de tres comités distintos dentro del parlamento británico, persiste la presión por establecer un marco de intervención de comunicaciones durante 2016.
El caso de Francia es especialmente dramático. Poco después del ataque a Charlie Hebdo, una nueva ley antiterrorista fue aprobada entregando vastos poderes de vigilancia al Estado, permitiendo la intervención de correos y teléfonos sin autorización judicial (aumentando facultades ya existentes desde 2013). Pero los múltiples ataques de París en noviembre de 2015 demostraron la inutilidad de la vigilancia de comunicaciones. La terrible sucesión de hechos llevó rápidamente a culpar a Snowden (!) e impulsar nuevas medidas de seguridad. Hasta mayo de 2016 se ha extendido el estado de emergencia en toda Francia, con fuertes restricciones a libertades individuales que han resultado en abusos. Es más, el gobierno pretende introducir nuevas modificaciones constitucionales y legales para aumentar las facultades estatales relacionadas con la seguridad (incluida la vigilancia), convirtiendo así al estado de excepción y restricción de garantías fundamentales en “el nuevo normal”.
Seguir o ser guía
Lo que ocurre en Europa no es indiferente para el resto del mundo, y menos para Latinoamérica. Como muestra de ello, hace pocos años la sociedad civil regional dio su parecer sobre la relevancia de la nueva reglamentación europea sobre datos personales, con miras a la fijación de estándares globales sobre esa protección y, con ello, sobre derechos fundamentales afectados como la privacidad.
Sin embargo, cuando encontramos que los mismos países que nos sirven de guía incurren en prácticas que ponen en riesgo los datos de sus ciudadanos, o los someten a la vigilancia masiva, privilegiando relaciones comerciales o cediendo a la narrativa de la seguridad nacional, perdemos parte de la esperanza en que las políticas de los gobiernos locales sean más sensibles a los derechos fundamentales.
Por tal motivo, es importante que a nivel local y regional se continúe construyendo narrativas propias de defensa de los derechos digitales, así como también se debe seguir con atención -y muchas veces con apoyo concreto- las luchas que activistas europeos tienen para defender los derechos humanos de los ataques que, lamentablemente, cada día se hacen más comunes en el contexto digital.