A propósito de la acalorada discusión en Chile respecto de la reforma a la Ley de medios por parte de un grupo de diputados, es usual suponer que todo es producto de la ignorancia de nuestros políticos. Que nuestros representantes no usan Internet “como nosotros” ni entienden el verdadero valor de la red, “como nosotros”. Que es necesario, de alguna forma, que primero “entiendan Internet” antes de pensar siquiera en regularla. Aunque quizás estas impresiones en parte reflejen la realidad, pensar que todo es producto de la ineptitud es un grave error y no deja ver las razones más importantes.
Es indudable que vivimos en un mundo muy diferente al de hace menos de diez años atrás. La masificación de los medios digitales nos ha entregado una oportunidad, tal vez única, para organizarnos y amplificar nuestros mensajes, lo que antes de Internet solo era posible a través de medios “tradicionales”. En su momento los blogs, hoy las redes sociales, mañana otra tecnología, han sido, y probablemente serán, herramientas clave para fortalecer la posibilidad de expresarse sin censura previa a través de la red.
Lamentablemente, la velocidad con que se adapta la regulación de los medios, la privacidad y el derecho de autor en América Latina va más lento que los índices de penetración de Internet, por lo que en muchas ocasiones nos encontraremos con regímenes legales que no dan cuenta de estos cambios en las condiciones en que ejercemos nuestros derechos.
Frente a este desfase, lo que pareciera motivar a nuestros legisladores es la compulsión a regular un espacio que parece a sus ojos como caótico, donde no es el “Estado de Derecho” quien reina, sino la sátira, la crítica sin fundamentos y el insulto anónimo, que requiere de una acción certera y precisa por parte de nuestros Congresos. Y, como toda compulsión, lejana a la reflexión y al análisis serio, tiene el alto riesgo de cometer errores involuntarios, imperfecciones que no fueron contempladas y que resultan en efectos no esperados, donde los principales afectados son, casi siempre, los derechos de las personas.
En este contexto de compulsión regulatoria, lo que reina no es la ignorancia, sino el miedo. El miedo a un espacio donde es posible expresarse a través de un lenguaje procaz y agresivo, y donde quienes ostentan posiciones de poder -sin ir más lejos, los mismos parlamentarios- son, obviamente, los sujetos predilectos de este tipo de discursos críticos, más o menos justificados.
Una democracia robusta requiere resguardos para los discursos críticos, aun cuando nos disgusten y nos parezcan incómodos y agresivos, particularmente cuando apuntan a personas que ostentan posiciones de poder. No se requiere que los parlamentarios “entiendan de una vez por toda Internet”, sino que comprendan que el primer paso para construir una democracia fuerte es la protección y promoción de discursos incómodos, pintorescos y críticos. Internet es un espacio perfecto para ello y debemos proteger su capacidad de promover y amplificar discursos marginales en lugar de regularlos y restringirlos.