La imprenta de tipos móviles creada por Gutenberg hacia 1440 supuso una revolución cultural como pocas en la historia de la humanidad. La extenuante tarea de copiar a mano un texto dio paso a la reproducción mecánica de múltiples copias, lo que permitió la circulación más rápida y amplia de la información.
Temiendo que las ideas que se diseminaban atentaran contra el régimen establecido, los gobiernos europeos instauraron sistemas de licencias oficiales que les permitían controlar la literatura circulante. Dichas licencias otorgaban a una imprenta particular el derecho a imprimir una obra de forma exclusiva por un determinado número de años, en un territorio específico. Es en este intento por controlar el flujo de la información y censurar discursos críticos que el derecho de autor encuentra uno de sus antecedentes más importantes; uno que lo une, para siempre, en una tensa relación con la libertad de expresión.
La masificación de las tecnologías digitales y de Internet, cuyo impacto es quizás comparable al de la imprenta, agrega un nuevo nivel de profundidad a la relación entre censura y derechos de autor; entre otras razones, porque el derecho de autor supone que existen derechos exclusivos sobre una obra por el solo hecho de crearla, sin importar que dicha obra tenga o no valor comercial, si ha sido creada gracias a fondos públicos o incluso sin siquiera considerar la voluntad del autor: no es necesario decir que algo está protegido para que tenga derechos de autor, ni es necesario desaprobar el uso particular de una obra para infringir dicho derecho.
Tomando en cuenta lo anterior es que empresas como la española Ares Rights fundamentan su negocio. Dado que por defecto todo lo que circula en Internet requiere permisos de titulares, Ares Rights ve en la red un terreno fecundo para exigir el cumplimiento de la ley en representación de ellos, exigiendo la bajada de aquellos contenidos que no cuentan con los permisos respectivos. Lo que hasta acá parece solo un intermediario inocente cambia tras examinar en detalle lo que ha sucedido en Ecuador en los últimos meses, probablemente el mejor ejemplo que tenemos en la región de abuso de derechos de autor con el fin de eliminar discursos políticos críticos en Internet.
La historia es extraña y llena de carambolas, pero básicamente implica el envío masivo de extrañas notificaciones de infracción de derechos de autor a ciudadanos que critican la gestión del presidente ecuatoriano, Rafael Correa. Le ocurrió a comentaristas políticos que utilizaron imágenes de Correa, transmitidas por la televisión pública de Ecuador, en videos que subieron a Youtube para visibilizar la resistencia de comunidades locales ante el embate de empresas mineras en el interior del país. Lo mismo sucedió con cortos que utilizaban imágenes de archivo para ilustrar las inconsistencias del Presidente de la República, con videos de las protestas por la explotación del Yasuní e imágenes de represión a estudiantes.
También con documentalistas que, vaya paradoja, han encontrado en Internet obstáculos graves para poder distribuir películas críticas al Gobierno, como en el caso de los periodistas Santiago Villa y Gonzalo Guillen y su documental ‘Rafael Correa: retrato de un padre de la Patria’.
Ares Rights ha intentado bajar sus contenidos de Internet bajo el argumento de violaciones a derechos de autor, en muchos casos con éxito. Y aunque la compañía española ha actuado a nombre de Ecuador TV, el presidente Correa y el vicepresidente Jorge Glas, todos niegan conexión alguna con ella.
Todos estos casos ilustran dramáticamente los peligros que conlleva un modelo de derecho de autor desequilibrado, pero también el precario estado de la libertad de expresión en Latinoamérica. Aquello que durante años nuestros países han luchado por conseguir, a la luz de las nuevas tecnologías, hoy parece estar a la mano, solo para ser arrebatado por quienes ostentan posiciones de poder.
La fortaleza de nuestras democracias radica, precisamente, en impedir que aquello continúe ocurriendo.