Las noticias no son buenas. Pese a todos los esfuerzos de la sociedad civil mexicana, el proyecto de Ley de Telecomunicaciones de México está casi listo para convertirse en ley.
La preocupación por esta ley es ampliamente justificada. Su aproximación a temas tales como la regulación de medios, neutralidad de la red y diversas facultades que se le entregan a funcionarios públicos, especialmente aquellas relacionadas con requerir cortes de servicio en áreas geográficas determinadas o implementar medidas de vigilancia desproporcionadas e innecesarias.
La iniciativa es tan crítica que concilió la atención internacional. De hecho, ONG Derechos Digitales colaboró en varias ocasiones con otras organizaciones en México para buscar mejoras en los puntos críticos de la ley.
Pero más allá de los puntos específicos problemáticos de la Ley de Telecomunicaciones, persiste una sensación amarga respecto de los procesos políticos que subyacen a estas decisiones: por un lado, por la poca participación y transparencia del proyecto, y por otro, por el tono general del proyecto y las concepciones de interés público y derechos humanos que allí asoman.
Una de los principales causantes de esta sensación, es la nefasta idea respecto a que los derechos humanos serían un activo negociable en nombre de la eficiencia del mercado, la inclusión social, la penetración digital o la seguridad pública. Bajo este planteamiento, si un proyecto de ley sacrifica algunos de estos derechos, aquello no sería problema pues ya aparecerán los defensores de los DD.HH. y otros actores relevantes para poner los puntos sobre las íes y “asunto arreglado”.
Sin embargo, decidir sobre el respeto a los derechos humanos, sea en Internet o en otra plataforma o lugar, no equivale a definir una simple política pública, ni una subvención a una industria determinada, ni compite en importancia con la innovación o el mercado. El respeto a los derechos humanos es parte esencial de un sistema democrático y un Estado de derecho; ellos garantizan un mínimo de derechos que tienen todas las personas por su sola calidad de seres humanos, y les sirven de base para poder desarrollarse en una sociedad y gozar sus otros derechos.
De hecho, en la mayoría de las constituciones políticas occidentales se reconoce el respeto a estos derechos no como una facultad, sino como un límite al poder del Estado y de otros agentes privados, y un deber esencial del mismo. No una facultad de negociar ni de realizar componendas. Es también el caso de la Constitución Mexicana, que define clara e inequívocamente este punto en su artículo primero1 .
Sin embargo, de la lectura del proyecto de Ley de Telecomunicaciones y otras conductas del gobierno mexicano (como la censura al sitio 1dmx), queda claro que los énfasis no están puestos allí. En el proyecto de ley en cuestión, es fácil constatar que su lenguaje está pensado desde las facultades del gobierno, desde las obligaciones de colaborar con los órganos policiales, desde las excepciones que tornan inútiles algunas reglas, desde la necesidad de limitar los derechos humanos, cuando son estos los que deberían limitar al poder. Lo anterior queda clarísimo en la redacción de los artículos 189 y siguientes del proyecto, donde se limitan a hablar de las necesidades del gobierno.
Es cierto que la política se basa en la deliberación y negociación. Pero cuando el mecanismo y el lenguaje para diseñar políticas públicas parte desde las necesidades de un gobierno o determinados agentes privados, en lugar de partir de un enfoque de derechos humanos e interés público, las bases de estos procesos de deliberación y/o negociación vienen sesgadas y mal diseñadas.
Lamentablemente, en este escenario, el rol de la sociedad civil será el de apagar incendios y corregir errores antes que permitir que nuestros derechos florezcan y se desarrollen en la sociedad.