Una reflexión de Alberto Cerda, Director de Estudios de ONG Derechos Digitales, en torno a la falta de privacidad frente a las nuevas tecnologías en los países latinoamericanos. Recientemente publicada en Terra Magazine.
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Años atrás, leía como, a raíz de las políticas orientadas a incrementar la seguridad de sus fronteras con motivo del atentado del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas, el Pentágono presentaba al Congreso de los Estados Unidos su proyecto para crear un sistema de vigilancia por computadora que le daría acceso a registros oficiales y comerciales de todo el mundo. El sistema fue posteriormente prohibido por el Congreso, al menos para su uso contra ciudadanos estadounidenses, no así para terceros países.
Meses después, la prensa comentaba de la adquisición de enormes volúmenes de información comercial por organismos de defensa estadounidenses en países de la región, incluido Argentina, Chile y Perú, entre otros. Por su puesto, no hubo reacción de ninguno de los Estados implicados respecto del asunto, después de todo no se trataba más que de información relativa al comportamiento comercial –y por ende, público– de las personas, nada que eventualmente afectará a estas mismas personas –cuando menos en teoría–.
Esta situación pone en evidencia que Latinoamérica no ha sido eficaz, ni eficiente, a la hora de salvaguardar la privacidad de sus ciudadanos. Los escasos esfuerzos legislativos ponen de manifiesto resultados insatisfactorios; mientras algunos países se contentan con aplicar las viejas leyes concernientes a la protección de la vida privada al entorno digital, con resultados irrisorios, otros han emprendido la labor legislativa con paupérrimos logros.
Chile y Colombia, con la declarada pretensión de adoptar leyes para proteger a las personas, en especial ante la violación de su privacidad por medios automatizados, apenas si lograron ligeramente regular el mercado de tratamiento de la información personal; de este modo, el centro de gravedad de su sistema no está en la protección de la privacidad de las personas, sino en la libertad de emprendimiento de un giro comercial específico, el de empresa tratadora de datos.
Por su parte, Uruguay y Argentina, apenas si han avanzado algo más. Si bien disponen de una legislación especial, su menguada institucionalidad no permite soportar las exigencias de una adecuada protección de las personas frente al tratamiento de la información personal que les concierne, viéndose así sobrepasadas y dejando en la vera del camino la suerte de aquellos a quienes se pretende proteger.
Por supuesto, los logros de aquellos países deben ser valorados –pero en caso alguno sobredimensionados–, en un entorno en el cual prevalecen la indolencia y desenfado en la material.
Pero, ¿qué es lo que provoca la falta de compromiso de los gobiernos de la región con el debido resguardo de la privacidad de las personas? Intentar una respuesta resulta difícil: la precaria incorporación de tecnologías aun no ha puesto en relevancia los riesgos que entraban éstas para la preservación de las libertades; la percepción de la privacidad como una demanda burguesa que bien puede ser pospuesta en aras de obtener satisfacción a demandas más apremiantes, también es una línea de explicación; a lo dicho cabe agregar el simple arraigo en las esferas gubernamentales de una cultura totalitaria, que reproduce por inercia los patrones heredados de los setenta y ochenta.
Sin afán de expiar las negligencias gubernamentales, ni pretensión de desestimar algunas de las explicaciones mencionadas, cuando menos es posible constatar también una absoluta ausencia de organizaciones de la sociedad civil que aglutinen y movilicen a los ciudadanos con miras a la preservación o fortalecimiento de sus derechos ante las sustantivas alteraciones que las tecnologías vienen produciendo en nuestro entorno. La ciudadanía parece padecer de la misma inercia que sus gobiernos en la materia.
Este es un factor subestimado en la construcción de un entorno digital seguro, ¿qué rol debe jugar la sociedad civil? La experiencia europea muestra que si ha habido avances, no pocas veces se ha debido a la movilización ciudadana, en ocasiones recurriendo judicialmente contra prácticas ilegítimas, en otras oportunidades empleando inclusive métodos algo más reñidos. De cualquier modo, los ciudadanos y sus organizaciones abogan por sus derechos.
No es fácil pedirle al Estado que se controle a sí mismo, y más aún que lo haga eficientemente. Es necesario el fortalecimiento de las organizaciones sociales, para movilizar y fiscalizar el desempeño estatal. Mientras los ciudadanos no tengan “conciencia tecnológica”, difícilmente podrán trazar un norte para el Estado. Y, en tales circunstancias, perecerá certero el juicio de Winston Churchill, cuando expresaba que “los pueblos tienen los gobiernos que se merecen”.
Artículo publicado en Terra Magazine bajo Licencia Creative Commons Chile