Situaciones como estas son cada día más familiares y es posible encontrar anécdotas similares en cualquier otra aplicación de uso masivo. Más que una secuencia de pasos finitos bien definidos que resuelven un problema, “El Algoritmo” es concebido como una entidad consciente, que determina el curso de los hechos en internet a su antojo, alimentado por la incesante curiosidad de las y los usuarios (“data-cows”, como son mencionados en el libro) y la huella que estos dejan tras su paso por la red.
La red —internet— ya no es tal, de acuerdo con lo que sostiene Justin E.H. Smith en “The Internet Is Not What You Think It Is. A History, A Philosophy, A Warning” publicado en marzo de este año. El autor hace una revisión de la historia de la programación y la computación, vinculándola con un análisis filosófico en torno a la ontología de internet y sus metáforas y, en ella, se topa con el estado actual de las cosas. De red, poco; de plataformas, un montón.
Smith postula los dos grandes problemas de nuestra era en relación con el entorno digital. El primero: la emergencia de un nuevo modelo de explotación en el que no solo es aprovechada la fuerza de trabajo de los humanos para la extracción de recursos naturales, sino que, por el contraro, sus propias vidas son el recurso. Así, la relación inicial entre las personas e internet, donde las primeras acudían a la segunda en busca de información, ahora es a la inversa.
El segundo problema que el autor identifica es que la sobreabundancia de contenidos disponibles —¿Cuántas plataformas de streaming hay en el planeta? [🤔]— determinada, a su juicio, es que tal economía extractiva de nuestras vidas amenaza la facultad para utilizar nuestras capacidades de atención en una manera favorable hacia el desarrollo humano.
Dicha afirmación es contraria a la realidad. El impacto de la tecnología en nuestras vidas, en los últimos años, es visible en “La evolución del escritorio” (2014), una iniciativa de Harvard Innovation Lab que grafica la condensación de los elementos característicos de una oficina en un solo aparato a lo largo de 35 años. Smith refuta analogías como esta, señalando que dispositivos como el teléfono móvil dejaron de ser las navajas suizas de hoy, toda vez que sus “herramientas” condicionan el uso que hacemos de ellas, y no al revés.
Y, si bien esta perspectiva fatalista está, en cierto modo, estudiada y documentada, aunque él mismo se contradice más tarde en el libro cuando sindica a Wikipedia como el último bastión del sueño utópico inicial de internet: “el único proyecto a gran escala que no ha mostrado los signos de corrupción que son imposibles de negar en todas partes, en la última década”.
Es cierto que a veces pareciera que internet no es más que la suma de una serie de plataformas, en las que “El Algoritmo” es la voz cantante, donde toda interacción está determinada por diseño y las posibilidades de modificar su estructura son mínimas. También es verdad que delegar gran parte de las responsabilidades individuales —desde el registro de cuentas por pagar hasta la gestión del ciclo menstrual— a un objeto externo expone a sus usuarias y usuarios a riesgos innecesarios. Sin embargo, esa es solo una parte de la historia y prueba de ello son los incesantes llamados a descentralizar internet, a difundir los usos de la criptografía y la invención constante de nuevas herramientas destinadas a mantener, difundir y proteger internet de sí misma. O a nosotros de nosotros mismos.
Descrita a veces como un tejido o un libro mundial, Smith afirma que internet es “tal como una red de raíces entrelazadas con filamentos de hongos, como un campo de hierba, es un crecimiento, un florecimiento, una excrecencia de las actividades específicas de la especie Homo Sapiens”. Es nuestra y es de todos. Y quizás no es lo que pensamos, pero qué importa. La pregunta es cómo.