La búsqueda de una solución a problemas como la desinformación y la violencia en línea, junto con la necesidad de mayor control sobre las compañías que ofrecen servicios en internet basados en la explotación de los datos personales, son algunos de los desafíos regulatorios más importantes de la actualidad. Son debates que vienen desarrollándose hace varios años, desde distintas perspectivas y en distintos foros, a escala nacional, regional y mundial, por especialistas altamente calificados trabajando desde la academia, la sociedad civil, el sector público y también el privado.
Actualmente no existe consenso sobre cómo abordar estos dilemas regulatorios, pues constituyen problemas altamente complejos, independientes pero enlazados entre sí, con distintas aristas, intereses y derechos que es necesario balancear adecuadamente, cuestión que ha probado ser increíblemente difícil de lograr.
Lo que sí está claro, es que ningún esfuerzo serio por aportar a la solución de estas problemáticas puede pretender resolverlas mediante un proyecto de ley misceláneo, que ignore el trabajo desarrollado por académicos, activistas de derechos humanos y expertos internacionales, así como las obligaciones en materia de derechos humanos. Ninguna de las experiencias comparadas que se destaque a nivel internacional es así, salvo aquella que ha sido producida bajo las lógicas de gobiernos autoritarios con el objetivo de incrementar sus propios mecanismos de control en desmedro de las libertades fundamentales. Y es que los impactos de una mala regulación en la materia puede generar disrupciones graves en la forma en la cual las usuarias interactúan con la tecnología y la forma en la cual se sirven de ella para ejercitar sus derechos.
Y, sin embargo, la propuesta sometida a consideración del Congreso chileno en los últimos días escoge ignorar todo ello en favor de respuestas nóveles que parecen inmunes a la mera consideración de los impactos sistémicos que las responsabilidades civiles propuestas pueden tener sobre derechos fundamentales como la libertad de expresión, el derecho de asociación por medios digitales y la no discriminación, que desde el estallido social y la posterior pandemia se han mostrado como cada vez más fundamentales para el ejercicio democrático a nivel local y global. Junto con ello, el proyecto atropella otros esfuerzos, por ejemplo, la larga lucha por establecer una adecuada protección de datos personales (que se debate hace una década en nuestro país) y es inconsistente con el trabajo que académicos, activistas de derechos humanos y expertos internacionales llevamos desarrollando por al menos una década.
The Chilean way
El pasado 01 de septiembre de 2021 ingresó al congreso nacional chileno el proyecto de ley que regula las plataformas digitales (Boletín N° 14.561-19). La primero que llama la atención es que este proyecto no haya sido resultado de un proceso de trabajo más amplio con la participación de expertos y expertas que contribuyeran a su redacción, considerando que sus patrocinantes son los mismos que en abril de este año convocaron la creación de un grupo de trabajo, al alero de la Comisión “Desafíos del Futuro” del Senado, para debatir muchas de estas cuestiones con expertos de sociedad civil y la academia.
A primera vista, el texto revela defectos formales que hacen sospechar que al proyecto no se le dedicó todo el tiempo debido. Estas sospechas se incrementan tras una lectura detallada de la propuesta, que solo puede ser caracterizada como precipitada y que, en vez de ponerle coto a los potenciales abusos cometidos por las plataformas digitales, tienen un enorme potencial para dañar el ejercicio de derechos fundamentales.
“Consumidores digitales”
En primer lugar, el proyecto define a los usuarios de las plataformas como consumidores digitales. Si el lenguaje crea realidades, esta redacción nos lleva a la tierra de las relaciones de consumo, las que operan bajo una lógica distinta a la de los derechos y libertades esenciales.
El derecho del consumo es una herramienta cada vez más explorada en el contexto internacional para poder abordar algunos de los abusos de los proveedores de servicios digitales, tal es el caso de la Federal Trade Comission de los Estados Unidos o la experiencia regulatoria de la Comisión Europea. Pero en tales casos la regulación se desarrolla en forma incremental y consistente con la actualización de conceptos que provienen de esa área del derecho, y no por el simple hecho de introducir un concepto huérfano y aislado.
Como dio ocasión de atestiguar la tramitación del artículo 15 bis del Boletín Nº 12.409-03 que establece medidas para incentivar la protección de los derechos de los consumidores, hay una oportunidad para que el Servicio Nacional del Consumidor pueda cumplir un rol más activo frente a las plataformas digitales, pero ello debe hacerse con una aproximación sistémica —como la que viene cultivando dicho servicio— y no de espaldas a esos esfuerzos, mediante referencias aisladas en una ley miscelánea como la propuesta.
¿Libertad de expresión digital?
Si hay algo que reconocerle al proyecto es que no escatima en la construcción de conceptos novedosos y torpes. Así, por ejemplo, el texto introduce la noción de “libertad de expresión digital”, que instala una distinción artificial y odiosa entre la libertad de expresión que ocurre “en línea” y fuera de ella.
Cabe recordar que los organismos internacionales de derechos humanos han insistido en que la correcta interpretación que debe guiar la acción de los estados es el reconocimiento de que los mismos derechos en el entorno físico deben ser protegidos en su ejercicio en entornos digitales. Así El Consejo de Derechos Humanos ha recalcado en su resolución sobre Promoción, protección y disfrute de los derechos humanos en internet: “que los mismos derechos que tienen fuera de línea las personas también deben protegerse en línea, en particular la libertad de expresión, lo que es aplicable independientemente de las fronteras y por conducto de cualquier medio de su propia elección, de conformidad con el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos”.
Ello también ha sido expresamente abordado por la Asamblea General de las Naciones Unidas al exhortar a todos los Estados: “a que velen por que los mismos derechos que tienen las personas cuando no están conectadas, incluidos los derechos a la libertad de expresión, de reunión pacífica y de asociación, estén plenamente protegidos también cuando estén en línea, de conformidad con el derecho de los derechos humanos”.
Como si no fuera suficiente, el artículo que introduce la noción de “libertad de expresión digital” establece que los contenidos publicados por los “consumidores digitales” podrán ser eliminados en caso de que “puedan considerarse civilmente injuriosos, calumniosos, constitutivos de amenazas, que constituyan delitos tipificados por otros cuerpos jurídicos o que inciten a cometer un crimen.” Es decir, la regulación propuesta genera un incentivo absoluto para la eliminación de contenido que pueda ser calificado con el potencial de ser ilícito. ¿Quién califica ese potencial? ¿Quién pondera la libertad de expresión, la privacidad, la no discriminación que pudiera estar en juego?
Una disposición como esta no solo no mejora el panorama actual de deficiencias en la moderación de contenidos que muchas veces se aprecia en plataformas digitales, sino que lo agrava, para entregarles más poder de decisión sobre lo que puede o no expresarse en ellas. En lugar de reducir el poder de las plataformas, lo aumenta.
Valga en este punto y para la regulación posterior contemplada en el mismo artículo, que el artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH), firmada y ratificada por Chile, proscribe la censura previa, así como la censura indirecta, con lo cual parece poco probable que la regulación propuesta resulte compatible con las obligaciones de protección y promoción de la libertad de expresión contraídas por Chile. La CADH permite como límite a la libertad de expresión el establecimiento de responsabilidades ulteriores que pudieran derivarse del ejercicio de ella, pero exige que deben ser fijadas expresamente por ley, cumpliendo además una serie de condiciones (ser necesarias para proteger la reputación de terceros, la seguridad nacional, el orden, salud o moral pública) que no se condicen con las hipótesis propuestas en el proyecto. Ya a corto andar, nos encontramos con un proyecto de ley inconstitucional.
Responsabilidad de las plataformas
Desde la perspectiva de la responsabilidad de las plataformas digitales, el proyecto de ley cierra con broche de oro al establecer un estándar de responsabilidad objetiva y absoluta. Dicho estándar —además de no ser conocido en esta formulación draconiana por ninguna legislación en el planeta— hace aún más severos los impactos en el ejercicio de la libertad de expresión y, a través de ella, de otros derechos fundamentales esenciales para la democracia.
El miedo de que nuestros dichos puedan potencialmente lesionar algún bien o derecho ajeno no solo tendrá un efecto autocensor. Las plataformas digitales, presa de esa misma prevención y para salvar su responsabilidad (objetiva) frente a los daños patrimoniales o morales que ocasionen sus “consumidores digitales”, generarán un patrullaje automatizado de la expresión en línea y que siempre caerá más del lado de la interpretación conservadora para salvar su responsabilidad; es decir, remover cualquier cosa ante el más mínimo atisbo de que pueda resultar problemática. ¿Es esta libertad de expresión desmejorada a lo cual el proyecto de ley quiere bautizar como “libertad de expresión digital”?
El establecimiento de este régimen de responsabilidad objetiva amplísima es, a la vez, una contradicción directa a las recomendaciones de los órganos de derechos humanos a nivel internacional. En el sistema interamericano de derechos humanos, “un esquema de responsabilidad objetiva en el ámbito de la comunicación electrónica o digital es incompatible con estándares mínimos en materia de libertad de expresión”, como ha indicado y reiterado la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Los Principios de Manila, con base directa en el derecho internacional de los derechos humanos, también descartan esa forma de responsabilidad. ¿Por qué el proyecto chileno buscaría posicionarse tan radicalmente en contra del derecho internacional?
El uso de conceptos totalmente abiertos e indeterminados —algunos de ellos con reminiscencias al derecho civil decimonónico— incorporados en el proyecto, tales como “informaciones manifiestamente falsas”, “actuar con diligencia”, “situación actual” o “mecanismos de verificación de edad apropiados”, no hacen más que agravar la incerteza jurídica. Lo más probable es que las plataformas, incapaces de revisar mediante humanos todo el contenido que pasa a través de ellas, lo harán a través de sistemas de inteligencia artificial que, al no distinguir contextos, terminarán bajando contenido perfectamente lícito en forma preventiva, cuestión que ya ha sucedido y ha sido denunciada globalmente por las expertas en la materia.
Por cierto, dejamos de lado por ahora la discusión sobre qué son las plataformas digitales que de acuerdo a la definición del proyecto, que podría ser perfectamente el blog de un centro cultural o comunitario o la infraestructura de comunicación autónoma ofrecida por un grupo feminista o un medio periodístico independiente, todo lo cual es aún más grave para los intereses de las usuarias: prácticamente cualquier servicio digitalizado conllevaría obligaciones de monitoreo y control.
El proyecto además concede al Estado el poder para ordenar la suspensión de plataformas, lo cual contraviene las recomendaciones de los organismos de protección de derechos humanos para asegurar y promover una internet libre y abierta. No hay duda sobre la falta de legitimidad democrática y desproporción de este tipo de medidas, como se lee claramente en la declaración conjunta de los Relatores Especiales de las Naciones Unidas y de la CIDH para la Protección y Promoción del Derecho a la Libertad de Opinión y de Expresión de 2015: “El filtro de contenidos en Internet, el uso de ‘interruptores de apagado de emergencia’ en las comunicaciones (por ejemplo, el cierre de partes enteras de los sistemas de comunicación), y la apropiación física de las estaciones de radiodifusión son medidas que nunca pueden ser justificadas”.
Podríamos seguir uno a uno con los artículos del proyecto explicando sus insuficiencias e incompatibilidad con la protección de derechos fundamentales, pero creemos que ya ha quedado claro que estamos frente a un proyecto técnicamente deficiente, inmaduro en dar cuenta del estado del arte de los debates internacionales en la materia y formulado de espalda a la protección de derechos fundamentales y al abordaje sistémico que ellos requieren.
Seguramente hay buenas intenciones detrás. pero llamamos a una reflexión profunda acerca de la forma más sensible de tener este debate en forma participativa y abierta, para recoger las experiencias internacionales en la materia y los aportes que expertos tanto de sociedad civil, como la academia puedan hacer desde distintas disciplinas, para poder tener una discusión a la altura de lo que la complejidad de a temática requiere, sin pausas pero sin prisas que generen impactos negativos sistémicos en el ejercicio de derechos fundamentales en el entorno digital. No por nada, fuera de Chile este tema lleva siendo discutido en la última década, no reinventemos la rueda cuadrada.