Las últimas semanas hemos podido observar desde la distancia cómo grandes empresas que proveen contenidos abordan el desafío de utilizar las tecnologías de forma favorable a sus intereses. Se trata de una situación a la que las más diversas actividades han tenido que saber acomodarse en los últimos años, pero que a menudo parece más romantizar un antiguo modelo de negocios que aprovechar los nuevos, buscando no nuevas avenidas de comercialización sino nuevos monopolios de explotación.
Esta última actitud frente a los adelantos se ha verificado en modelos de negocios en principio exitosos, como el caso del Kindle de Amazon y la posibilidad de leer múltiples libros en un mismo dispositivo. No se hicieron esperar las razonables críticas a un modelo de negocios basado en un llamado “licenciamiento” de los libros, con serias restricciones técnicas a la utilización de los textos descargados. Pero ni las cuestionadas limitaciones prácticas hacían prever una eliminación remota de contenidos, como ocurrió a mediados de julio con obras de George Orwell que Amazon no estaba autorizada a licenciar. Una manifestación diversa del mismo ánimo de aprovechar la tecnología para controlar la provisión de contenidos, condicionando el acceso al mismo a un pago, se encuentra en los anuncios hechos por Associated Press por seguir el uso de la información que reportan, también en el mes de julio.
Tal como ocurrió durante gran parte del siglo XX, se busca basar el negocio en una incapacidad práctica de generar copias propias de contenidos sin que –a lo menos- sus proveedores estén al tanto, listos para imponer cobros u otras sanciones de tipo económico. Esa tendencia, una y otra vez combatida en el mercado, insiste en reposicionarse en un sentido claramente contrario a lo que las tecnologías han significado para el intercambio y la circulación de contenidos en los últimos años, y también contra recientes tendencias de la gran industria de contenidos por establecer y/o expandir los canales de comercialización que aprovechan estos avances, como la apertura de iTunes en México o la mayor oferta de competidores al Kindle.
Por supuesto, una forma propuesta para enfrentar esta situación ha sido permitir que el mismo mercado siga rechazando los nuevos intentos de imposición de la restricción como modelo de negocios. Sin embargo, no se trata simplemente de una cuestión de mercado. Controlar la tecnología de provisión de contenido implica controlar el contenido mismo. Y lo que es más, obliga al usuario a permanecer como consumidor y no como participante de la cultura, haciéndolo delinquir si quiere acceso al contenido, aun si el uso buscado es autorizado por la ley. Es decir, no se trata de una cuestión de negocios sino de decidir si se entiende la cultura solamente como un objeto de mercado sobre el que no cabe intervención, ni siquiera si es con aras al ejercicio de libertades de creación y de expresión, o de requerimientos propios de la educación y la investigación.
No obstante, como se dijo al principio, esto es lo que vemos a la distancia. Si los medios online de comercialización de contenidos, restrictivos o abiertos, lograrán éxito en nuestra región es algo que todavía queda por probar. Pero no podemos descansar en la sola esperanza del fracaso comercial de las tecnologías restrictivas. Es vital que el país cuente con una regulación que, manteniéndose neutral a la forma en que se ofrecen los contenidos, sea capaz de asegurar los derechos de quienes acceden a ellos para copiar o modificar obras protegidas dentro de los límites legales. Es decir, debemos asegurar que el derecho de acceso a los contenidos sea determinado por la misma sociedad que les ha dado protección en la ley, no por lo que un afán de lucro cortoplacista pueda fijar en desmedro de quienes buscan acceso lícito y ejercicio de derechos propios.