Hace pocos días, arribó como una grata sorpresa desde Canadá la noticia de la consulta abierta al público por el gobierno de ese país, a propósito del proceso local de reforma a su normativa de derecho de autor. Se trata de un gesto que fuertemente contrasta con lo hecho por un puñado de gobiernos del primer mundo, que negocian el establecimiento de un marco internacional de regulación de derechos autorales más restrictivo, de espaldas de la comunidad.
¿Es tan así? Durante el año pasado, se filtró en Internet un documento que demostraba la iniciativa de crear un nuevo tratado multilateral de “reforzamiento” de derechos de autor, hábilmente denominado “Acuerdo de Comercio Anti-Falsificación” o ACTA (por su nombre en inglés, Anti-Counterfeiting Trade Agreement). Hasta ese momento, si bien algunos países habían comunicado el inicio de las negociaciones, todo lo relativo al contenido de las mismas estaba envuelto en una nube de secretísimo. Esa filtración permitió a la comunidad interesada darse cuenta del impacto del tratado propuesto en las formas de comunicación, especialmente en lo referido a Internet.
El estudio de los documentos filtrados dio a entender que situaciones legales afianzadas en algunos países, así como también prácticas comunes de usuarios y consumidores serían criminalizadas, haciendo de cargo de los ISP la labor de controlar los contenidos transmitidos y de identificar a los usuarios, para eximirse de responsabilidad. La reacción por parte de bloggers (expertos y meros interesados) ante la noticia fue primero de estupefacción, después de reacción, de llamamientos a la acción a la gente y de llamados de atención a las autoridades, tanto a considerar los intereses del público sobre las materias discutidas, como a abrir las negociaciones al público. Si bien el acuerdo está todavía en negociaciones, la intención revelada por los documentos filtrados, unida al poder de los países del primer mundo para imponer ciertas condiciones comerciales, parecieran augurar un futuro desfavorable para el interés público, a menos que se haga sentir la presión de quienes se oponen al proceso.
Volviendo al ejemplo canadiense, la apertura de la discusión al público, bien recibida por muchos, fue pronto rechazada por las sociedades de gestión locales. El temor expresado por Access Copyright (la entidad encargada de derechos literarios) es que la consulta, realizada a través de Internet, sea subvertida en función de la presión del público, que en números supera a creadores y titulares de derechos interesados. Pero esta actitud no toma en cuenta que es toda la comunidad la que se ve afectada por la regulación de los derechos de autor, no sólo creadores sino que también educadores, bibliotecarios y consumidores y público en general. O sea, es un asunto que compete a todos, por lo que no hay suficiente justificación a la exclusión. Es eso mismo lo que fundamenta la búsqueda de influencia del público en las negociaciones del ACTA; la transparencia y el espacio para la participación se vuelven herramientas cruciales para el respeto a los intereses de todos.
Son esos dos aspectos los que, en un el ámbito nacional, debieran servir como lección de la experiencia internacional. Por una parte, la necesidad de la apertura a la discusión pública como ejercicio de transparencia necesario para un debate saludable sobre derechos y sobre políticas públicas, tanto por representantes políticos como por quienes intentan también hacer valer sus intereses. Pero por otra parte, está la necesidad de utilizar los espacios de participación abiertos y sumarse al debate público. Es decir, si bien es un derecho tener acceso a lo se discute y negocia en la esfera pública, es también necesario usar ese conocimiento para participar. Porque intervenir en la discusión no es privilegio de algunos, sino responsabilidad de todos.