Parece un guion repetido: políticos de países de todo el mundo, desde fuertes democracias hasta cuestionados autoritarismos, piden límites al ejercicio de la libertad de expresión, especialmente en internet. O bien lo ejercen desde la forma bruta de bloqueos de la red o de sitios completos, o bien mediante una extensión odiosa de normas que penan ciertas formas de expresión. Pero se sigue repitiendo.
El caso venezolano es ejemplar. Como comentamos hace semanas, la Asamblea Nacional Constituyente discute un proyecto del gobierno para penar con 12 a 15 años de prisión a quien fomente el odio, además de amenazar con el cierre de los medios o el bloqueo de las plataformas donde tal contenido exista. A los intensos cuestionamientos a la legitimidad de origen de la propuesta, se unen fuertes críticas al contenido normativo, que en conjunto aparecen menos como un intento de rechazo a las expresiones de odio y más como un intento de control del discurso público.
En un contexto político manchado por los eventos de los últimos años, Brasil también vio a sus legisladores incluir a la censura en su normativa. A propósito de un proyecto de ley sobre financiamento de propaganda electoral, a última hora se incluyó una disposición que obliga a los sitios de internet a suspender, sin orden judicial, los contenidos que calificaren como discurso de odio, diseminación de información falsa u ofensas dirigidas contra un partido político o un candidato. Ambas cámaras del Congreso federal aprobaron en cuestión de horas un abierto intento por facilitar la censura. La reacción crítica fue inmediata, y el presidente ya anunció el veto de la reforma.
Pero antes de que muriera la iniciativa en Brasil, un congresista paraguayo se “inspiró” en la propuesta brasileña para poner en discusión un proyecto que ordena identificar a los autores de discurso anónimo “ofensivo” en Paraguay, de forma tal que, solamente previa denuncia, los operadores deban “suspender inmediatamente cualquier acto ofensivo o difamatorio escrito de forma anónima en sus páginas contra partidos, movimientos o candidatos electorales”. Como explica TEDIC en detalle, se trata de un intento de censura sin consideración alguna por el estado actual de la regulación de las ofensas, de la proporcionalidad detrás del intento de remoción, de la necesidad de debido proceso, o de la redundancia en la penalización.
Aunque los contextos son diversos, y las condiciones de derechos humanos varían significativamente entre países, un elemento es común: quienes detentan cierto grado de poder político buscan utilizarlo para protegerse contra quienes lo cuestionan. El odio o la ofensa surgen como excusas poco veladas para un ejercicio arbitrario de la censura, poniendo límites igualmente arbitrarios al debate público. Ello conlleva serios riesgos para la democracia, allí donde las expresiones pueden ser tan fácilmente suprimidas.
El complejo panorama de la expresión en la red
Los problemas de las iniciativas legales que buscan censurar contenido en internet o acallar las voces críticas, no alteran un escenario de cuestionamiento constante al valor de la expresión en línea. Parte de ese cuestionamiento tiene algo de fundamento: no es difícil comprobar que internet está repleto de discurso de odio, homofobia, xenofobia, racismo y misoginia, por lo que parece tener sentido buscar la prevención del daño que ello produce.
En contextos de luchas políticas y campañas electorales (solamente durante el próximo año en Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Honduras, México y Venezuela), el problema está lejos de desaparecer, y adquiere una dimensión pública y colectiva distinta. Al discurso nocivo se suma la presencia de trolls y bots en América Latina, junto al debate actual sobre el uso de la capacidad de perfilamiento de las grandes compañías de internet para publicidad dirigida con fines de desinformar o desmovilizar a grupos enteros de la población. Grupos que incluyen a quienes por las profundas desigualdades existentes están ya más apartados de la participación política, y que abundan en nuestra región.
¿Cuál es, entonces, la respuesta a la existencia de discursos de odio, frente a la necesidad de libre expresión, especialmente allí donde la lucha política la hace más necesaria? Responsabilizar a los intermediarios o convertirlos en guardianes de la civilidad no parece una respuesta adecuada. Quitarles del todo un rol en la prevención de la violencia en línea es igualmente inadecuado frente al poder que hoy detentan sobre el discurso en línea.
Pero el extremo de requerir una censura expedita y total de expresiones que pueden ser válidas, o de exigir la desanonimización frente a discursos disidentes, significa no solamente una desproporción a nivel legislativo, sino una vulneración de los derechos fundamentales de las personas. A su vez, una afectación directa de la garantía que tales derechos representan para la deliberación democrática y la participación en las decisiones sobre el destino de cada nación. Conociendo las pautas que el sistema interamericano ha expresado para establecer restricciones legítimas, los últimos intentos de promover la censura y la autocensura representan una afrenta a las aspiraciones democráticas de América Latina.