Las ciudades inteligentes, o smart cities, han sido promovidas como uno de los últimos grandes logros provenientes de la reunión entre tecnología y prácticas sociales. Grandes empresas globales -entre las que se cuentan Siemens, Cisco y Telefónica- han comenzado a desarrollar e implementar proyectos que buscan cambiar la forma en que habitamos la ciudad, de manera que una serie de cuestiones relativas a la vida urbana se hallan ahora adosadas al adjetivo smart: transporte inteligente, manejo de residuos inteligente, energía inteligente, salud inteligente y seguridad inteligente. Estas etiquetas buscan alinear los desarrollos de las tecnologías digitales, generar espacio para la innovación y gestionar de mejor forma los entornos urbanos. El argumento subyacente es que las tecnologías ofrecen una oportunidad para el desarrollo y resultaría contraintuitivo oponerse.
Sin embargo, sí resulta adecuado poner en entredicho los eventuales avances que promueven las tecnologías smart. Principalmente, porque sitúan a las tecnologías en una dimensión que naturaliza su aporte al desarrollo: con más tecnología, se nos dice, estaremos siempre mejor. Pero existen ámbitos en los cuales la tecnología no es siempre una respuesta o, al menos, donde la inclusión de tecnología puede generar riesgos mayores a sus eventuales beneficios. Un aspecto donde esto resulta especialmente importante es el de la privacidad.
Varios autores han dado cuenta de las implicancias de las tecnologías de la vigilancia en las ciudades contemporáneas, destacando cómo estas tecnologías se vinculan con proyectos smart. Fernanda Bruno, por ejemplo, ha señalado que vivimos en un contexto de vigilancia distribuida, juicio que se torna razonable al observar cómo los circuitos de vigilancia -pública y privada- han plagado ciudades como Londres.
La contracara evidente del problema de la vigilancia es el valor que asignamos a nuestra privacidad, sobre todo en espacios públicos. Una cuestión que se mostró abiertamente en tensión en el caso de los globos de vigilancia en Santiago. Esta problemática no ha sido ajena a otras latitudes, donde las políticas smart ya cuentan con más años de despliegue. Es el caso de Holanda, donde un grupo de investigadores ha dado cuenta cómo las nociones en torno a la privacidad se ven afectadas por estos procesos. Luego su investigación en Amsterdam concluyen que un componente central de la población es la de ambivalencia ante la inclusión de estas tecnologías: si bien por un lado se reconoce el eventual valor de ellas, la recolección automática de datos en el espacio público eleva grandes dudas, especialmente en lo referente al gobierno de tales datos, los permisos asociados a estos y sus posibles usos.
El uso generalizado de tecnologías de vigilancia en centros urbanos, el discurso smart asociado a tales desarrollos y las adecuadas consideraciones de la población en torno al uso de datos recabados en el espacio público, sitúan la pregunta por las tecnologías smart en una dimensión que va más allá del mero -y supuesto- desarrollo. En el caso latinoamericano esto queda en evidencia: Santiago de Chile ya firmó un convenio con CISCO, mientras que en Río ya se ha denunciado las implicancias de las tecnologías smart para el transporte público.
Es en esta línea que, recientemente, un núcleo de investigadores planteó la pregunta por la ética de los datos. Esto resulta de vital interés, pues permite cuestionar los valía de la aplicación de nuevas tecnologías más allá del argumento de la eficiencia. En buena hora, se vuelve a plantear la pregunta por la tecnología y sus implicancias, atendiendo a para qué las necesitamos y cuáles son los costos asociados a su implementación. Lo anterior permite plantear la pregunta por el adecuado uso de los datos en el contexto de las smart cities, tal como lo ha postulado Kitchin.
El creciente interés que despiertan estas temáticas en la comunidad académica dista, con mucho, de lo que se puede observar en la realidad chilena. Mientras la discusión legislativa se dilata de formas inexplicables, en el contexto de una ley que ya en 1999 se encontraba desactualizada respecto a las tecnologías existentes, las prácticas tecnológicas que posibilitan sistemas como Transantiago ponen en entredicho nuestros derechos cotidianamente.
En esta línea, a nivel latinoamericano la cuestión no es mejor. Tal como fue presentado en Latin America in a Glimpse (pág. 11), la inversión en software de vigilancia como la realizada en México, así como el bloqueo de WhatsApp acontecido en Brasil, son antecedentes que debieran elevar alertas. Particularmente, apuntando a identificar que hoy, más que nunca, la privacidad es un concepto en disputa.